Saturday, May 08, 2004

"El Delicado Deseo De Vivir"

Si existe alguna razón que la razón no entiende, ésta es precisamente la razón de morir. Porque el morir como el nacer no responde a ninguna razón, es puro accidente, como lo atestigua coherentemente nuestro entorno a cada instante.

Sin embargo, el ser humano ha necesitado encontrar una explicación a lo que ha sido considerado un absurdo y ha empleado la herramienta menos adecuada para ello, porque contradictoriamente era la misma que había utilizado para plantearse tan absurda cuestión. La falta de una respuesta plenamente satisfactoria a este hecho, por los demás inevitable, ha propiciado que sobre este vacío se levante todo un mundo simbólico tendente a enmascarar, distorsionar y exorcizar la amenaza que sobre todo ser vivo se cierne.

El miedo a morir ha creado la muerte como una entelequia dispuesta para servir de coartada a la negación de la vida. Porque las civilizaciones que hasta ahora han existido se han basado sin excepción en esa angustia suprema que supone el instante en que dejamos de existir. Cierto que la cultura tejida en torno a la muerte se ha desplegado en múltiples direcciones y ha sufrido grandes modificaciones a lo largo de la historia, muchas veces de modo imperceptible, pero en el fondo queda siempre ese sustrato insoslayable que es nuestro afán de trascender; nuestro deseo de negarnos constantemente como seres vivos, sin otro objetivo que el más puro y simple deseo de vivir. Sin ese miedo angustioso a enfrentarnos a lo inevitable, serían inconcebibles las civilizaciones que conocemos, basadas en la explotación, la dominación y en última instancia la muerte como amenaza. No hace mucho alguien lo expresaba de modo elocuente al cuestionarse, ¿cómo podemos luchar con alguien que no tiene miedo a morir? Efectivamente, es imposible matar al que encara ese supremo instante con la misma tranquilidad que aceptó la vida: como un juego. Luego volveremos sobre este aspecto de la voluntad de vivir que me parece fundamental.

Uno de los rasgos más característicos de todo este entramado dispuesto para ocultar el vacío de la muerte lo constituye el nacimiento de las religiones. Nada más lejos de la realidad considerar su surgimiento como el deseo del ser humano de manifestar su espiritualidad; ésta ya se manifiesta de modo harto evidente en el simple hecho de aceptar la vida. La religión, como todo entramado ajeno a aquélla, es producto de ese mismo fenómeno al que antes aludíamos y que hizo posible que unos seres se sometiesen a otros; si a la angustia que produce la sola idea de morir no se le proporcionara una vía de escape, una salida que resultara satisfactoria para una inmensa mayoría, de nada serviría. Se hace necesario, por tanto, crear todo un mundo simbólico que gire en torno a esta carencia; jamás el ser humano podrá superar con un engaño mayor la gran impostura que supuso la creación de un ser trascendente con todo el aparato que lo envuelve, aunque no se puede dejar de reconocer que en algunos casos ha habido un gran derroche de imaginación. La creencia en una vida superior después de la muerte no elimina la angustia de vivir, pero al menos atenúa el miedo a morir, con esa genial promesa, cuya verificación es por supuesto absolutamente imposible. De este modo la razón ha dado un salto sobre sí misma y ha vuelto a caer de pie: la sinrazón del morir ha dado lugar a una sinrazón aun mayor, pero sin embargo más asumida por cuanto lleva implícita una solución, no importa si esta es ficticia.

Pero este viejo engaño está empezando, quizá, a dar muestras de agotamiento, por ello se buscan desesperadamente substitutos plausibles: la prolongación de la vida más allá de límites razonables que en definitiva sólo supone la prolongación de la miseria de la vida; el aumento extraordinario que han experimentado las empresas que venden seguridad, etc. No obstante, todo esto no representa más que un pobre paliativo que no puede sustituir la promesa de la inmortalidad que nos ofrecen las religiones, por ello se especula constantemente con la posibilidad de que la ciencia encuentre algún día la fórmula para prolongar eternamente nuestras vidas. ¡Pobre humanidad!

Se necesitarían seres humanos de una gran alteza de miras y un sentido ético muy desarrollado para poder ir desmontando paulatinamente todo este entramado que gira en torno al vacío de la muerte. Algunos lo identificarán con el superhombre de Nietzsche; otros, tal vez, con el único de Stirner. Poco importan las etiquetas. Aquello que cuenta realmente es que este ser es alguien dueño de su propia vida, autónomo, perfectamente consciente de su vida y dispuesto a quitársela al llegar el momento preciso.

Porque en última instancia se trata de algo tan simple como la voluntad de vivir que se resuelve precisamente en aceptar que somos mortales. Actualmente todos los esfuerzos van encaminados a ocultar la muerte, a hacerla invisible; a asegurarnos que tenemos todas las garantías de que ésta no asaltará nuestros tranquilos sueños. ¡Vana ilusión! No obstante se criminaliza la eutanasia como el mayor de los delitos, porque la vida es sagrada, dicen. Y no digamos el suicidio, considerado como una cobardía por la inmensa mayoría. ¿A qué extraño fenómeno responde el que ni siquiera podamos disponer de nuestra propia vida en ese supremo instante? Porque lo que realmente cuenta en toda esta absurda historia son esos últimos instantes que nos separan de la nada más absoluta.

Se intuye que no es en absoluto el carácter sagrado de la vida lo que, desde las instancias del poder, se trata de defender, sino la continuidad del sometimiento a sus valores de muerte. El suicidio es la única posibilidad de dignificar nuestras vidas; el último vestigio de nuestra voluntad de vivir. Por ello la inmensa mayoría de los tratados que sobre el mismo se han escrito han fracasado en su propósito, porque lo tratan como un problema de estadística, y cuando no, lo reducen a un problema médico. Sólo unos pocos ensayos han logrado extraer algo de la substancia que impregna esta delicada cuestión.

Pero que nadie se llame a engaño. No es mi intención hacer una apología del suicidio; sería tan absurdo como hacer una apología de su contrario. Mi pretensión se reduce a cuestionar todo ese brillante discurso tejido en torno a un tema, como muchos otros, que no puede nunca encontrar una solución racional y que sólo puede ser encarado desde la óptica del individuo enfrentado a sí mismo y a su voluntad de vivir... o morir.