Friday, September 17, 2004

"Actividad Intima"

En la actividad íntima, cotidiana, el muchacho cerró el libro de su vida hace tiempo. Ya no hay cielos ni azules ni grises. El sol le importa lo mismo que si llueve, y cada día se lamenta porque sigue respirando. Los recuerdos le hacen llagas, el presente le asfixia y el futuro le atormenta.

—“Pero para morir se necesita tanto que he dejado de creer en la muerte”, confiesa envuelto en sus tempestades internas. Se cansó de vivir. Se cansó de buscar amor y ahora la muerte.

El joven es un fantasma vestido con suéter gris y pantalón negro, la mirada vacía, el frente de sus encías casi un poema putrefacto y los huesos de sus piernas y brazos avanzando sobre su intelecto. Derrotado por la soledad, lo último que soportó antes de enclaustrarse fue la puerta, sin abrir, del hogar del Universo donde se encontraba el sentimiento.

—“Toqué y toqué. Aguanté parado allí afuera la respuesta, sabía que estaba adentro. Insistí... supliqué. No hubo compasión. Después de un rato, sin abrir la puerta, me di cuenta que no podría conseguir entrar, que no querían saber de mí.”

Él tuvo sus días y años de luces. Su vida era una fiesta sin término. Idealista, hizo de su mente su fuente de trabajo y del deseo y las pasiones efímeras su inspiración. Viajó a donde quiso, lo embriagaron con conocimiento y educación, y se cumplió, al costo que fuese, sus más extraños caprichos.

Accidentes en su vida: fecundó tres libros, pero nunca asumió tal responsabilidad. La vida que llevaba no se lo permitió. No los quiso, no lo quisieron. Efímeros flaqueos del alma lo llevaban a los sitios donde sabía que podía leerlos: el parque, la calle, la sala rústica de algún bohemio café. Demasiado poco para los suyos; demasiada distracción para sus andanzas. Adicto a la vida con responsabilidades, construía, aturdido por el oropel que calculó eterno, su futuro infierno.

—“Me dedico a todo y nada. No soy bueno para la escritura ni para nada. Estoy aburrido de la vida. Aquí son normales... yo soy el desubicado.”

Se le observa en un pasillo, con sus imaginarios compañeros de soledad, ejercitar sin ritmo, derrumbados los logros, su esquelético corazón. Unos minutos después está sentado, parte de un auditorio, sin escuchar, la conferencia sobre Hitler y Nietzsche. No hay somnolencia. Su mirada no se ancla en ningún puerto.

“Sabe cantar, dígale que lo haga. Tiene muy buena voz y se sabe canciones muy buenas”, intenta el rescate Victoria, la responsable de su vida y crianza.

—¿De veras?

—"Algo".

—¿Quiere hacerlo?

No hay respuesta. Sentado, deja caer los brazos sobre el vientre. Apenas respira; se escucha entonces, salida de esa caverna en que se ha convertido su cuerpo, una dolorosa pero entonada voz.

—“Sueño que ya no me quieres y pienso que no es verdad. Ya que tanto lo repites, sé que es falsedad... Ya no menciones mi nombre para que cures tu mal. Deja ya de recordarme para que vivas en paz, y si llega el olvido hasta me puedes sepultar.”

—¿De quién es esa canción?

—"Realmente no lo sé. Por ahí, quizá de un sueño me la tomé prestada."

—¿Estuvo enamorado?

—"Alguna vez, pero no sé si fui correspondido. Usted sabe que actualmente es común que el hombre y la mujer en estas cosas suelan mentir."

Él tiene 26 años. Dice que cuando cierra los ojos aparecen sus emociones y uno de sus libros que murió sobre sus propias manos.

—“Cuando estoy dormido me enojo con él. Tengo pesadillas, creo que lo quería mucho, pero acabo peleándome con él por cosas que ni conocía, por asuntos de mi pasado que nunca supe encontrar entre sus páginas.”

Este día es uno de los mejores de este joven senil que vive eternamente deprimido. Los peores son cuando permanece tirado en el cuarto, no come, no aprende, se oculta bajo las sábanas y se la pasa varios días desconectado del mundo esperando la muerte que no acaba de llegar.